Con alma y manivela, el organillo resuena en el corazón de Parral

-Del dorado de Villa al presente, los organilleros y su legado en Parral

El eco lejano del organillo se alza en las calles de Parral como una melodía que el viento arrastra entre los edificios antiguos y las almas curiosas. 

No era solo música lo que flotaba en el aire; era el alma misma de una época ya marchita, de un tiempo en que la vida parecía latir al ritmo de esas manivelas girando, como si cada nota evocara recuerdos enterrados en el polvo dorado del pasado.

Usiel Rodríguez y Marco Antonio Hernández, venidos de la Ciudad de México, trajeron consigo no solo el organillo, sino una historia que rebotaba entre cada rincón de la ciudad. 

Habían sido arrojados al camino de los organilleros por las manos de la necesidad, ese tirano silencioso que no deja más opción que abrazar lo que el destino ofrece. Diez años para Usiel, cinco para Marco Antonio. 

Ambos primos, ambos con la mirada del que ha conocido de cerca el hambre, ambos con la sonrisa tímida de quienes hallan en cada moneda un respiro. 

Se aferraron al oficio no por elección, sino por la urgencia de un trabajo digno, y en el recorrido de sus pasos, de Tapachula a Torreón, de Saltillo a Parral, cada ciudad les ofreció una lección diferente, pero fue aquí, en Parral, donde sus corazones encontraron algo especial.

En esta ciudad, entre las casas de cantera y los ecos de la Revolución, los organilleros descubrieron un hogar temporal. “Pequeña, pero de gran corazón”, así describían a Parral. 

Era el calor de su gente, esas miradas que no solo los observaban, sino que los reconocían como parte de una historia mayor. El café de sus uniformes no era una simple elección estética; era un eco del pasado, un tributo a los dorados de Villa, que en aquellos tiempos trajeron el organillo a la ciudad. 

Y así, como un susurro persistente entre las edificios y los sueños de la ciudad, el color café se convirtió en una segunda piel para ellos.

Las calles de Parral brillaban bajo los acordes del organillo, y los sonidos cobraban vida como fantasmas danzando sobre el adoquín. El aire se llenaba con las notas de La Llorona, cuyas cuerdas parecían lamentarse como si el viento mismo llorara por los amores perdidos. 

Luego, Cielito Lindo inundaba la atmósfera, y los rostros endurecidos por la vida se suavizaban con una sonrisa inevitable, una que surgía como respuesta a la alegría contenida en cada giro de la manivela.

El Noa Noa resonaba como un himno de libertad, arrancando de las entrañas de quienes lo escuchaban un deseo de escapar, aunque fuera por unos momentos, de las cadenas invisibles del día a día. 

Mientras tanto, Las Mañanitas se convirtieron en el toque final, en la promesa de que cualquier día, incluso el más ordinario, podría ser celebrado con música.

En medio de las melodías, estaba el mono de peluche, recordatorio de una tradición que, aunque transformada, se negaba a morir. 

Antes, un chango real pedía las monedas con un vaso, pero los tiempos cambiaron, y con ellos las costumbres. A pesar de ello, los organilleros preservan la esencia con un peluche, como quien intenta mantener vivo el aliento de un ser querido que ya no está. 

Los niños miraban fascinados, los adultos recordaban, y las calles se llenaban de una nostalgia que se impregnaba en cada esquina.

El organillo trae consigo la banda sonora de tiempos remotos, pero en Parral, en estas tierras de historia y revolución, la música no solo recordaba el pasado, sino que también dibujaba un presente en el que la generosidad y la hospitalidad de su gente se alzaban como un monumento invisible. 

Parral, con su corazón de oro y sus almas generosas, se convertía en algo más que una ciudad pequeña; era un refugio, una pausa en el viaje interminable de aquellos que giran manivelas para sobrevivir. 

Aquí, entre las montañas y el viento, la música del organillo sonaba más dulce, más plena, como si por fin hubiera encontrado su lugar.