El Templo de Fátima donde la minería y la Fe se encuentran
-Único en el país, el Templo de Fátima, con piedras de minas locales, cuenta la historia de un pueblo forjado entre el mineral y la fe.
El Templo de Fátima, escondido en la falda poniente del Cerro de «La Prieta», es una joya inmortal, labrada no solo en piedra, sino en la historia y el sudor de los mineros que alguna vez se adentraron en la oscuridad de la tierra.
Una obra concebida en las entrañas de un pueblo que ha vivido con el latido constante del mineral y la fe.
Fue el 9 de agosto de 1953 cuando el Cura Agustín Pelayo Brambilla, en un acto de esperanza, colocó la primera piedra, esa misma que marcaba el principio de una estructura que desafiaría al tiempo y a la adversidad, como las minas de las que nace.
El 8 de diciembre de 1954, bajo la mirada atenta del Obispo Antonio Guisar Valencia, el templo fue consagrado. Un santuario hecho no solo para la fe, sino para el oficio que sustenta a su gente, el trabajo de los mineros.
Y es que este templo es único en su género: un símbolo erigido con las piedras mismas extraídas de las minas de la región, cada una cargada de historias y sacrificios que la tierra solo concede a aquellos que osan arrancarle sus secretos.
Sus muros de piedra son fuertes, pero no duros; acogen y hablan. Cada piedra tiene su origen, su linaje, sus cicatrices. La mina “La Prieta” regala la franja negra, símbolo de la profundidad del alma minera, mientras que el blanco inmaculado de Cuevecillas ilumina el interior como la promesa de redención para aquellos que trabajaron en la penumbra.
Y entre ellas, se levantan otras franjas de piedras que narran en silencio el paso de los años, como un manto tejido por la tierra misma.
Los 210 asientos del templo no son meros bancos, sino una representación de las mojoneras que alguna vez delimitaron los fundos mineros. Hechos de cemento, cubiertos con mineral blanco, recuerdan a cada alma que se sienta en ellos que la fe, al igual que la minería, exige trabajo, entrega y, a veces, sacrificio.
Aquí, hasta el comulgatorio y los candiles tienen vida propia, tallados en los robustos encinos que antes respiraban el aire de esta tierra.
En lo alto, el cielo raso de yute y sogas nos remite a las curras, aquellas cuerdas que los mineros usaban para extraer el mineral de las profundidades.
Cada detalle del templo lleva consigo la memoria de los hombres que, con manos callosas y corazones férreos, contribuyeron a su edificación.
Es un templo que no solo habla de Dios, sino también de la voluntad humana, de la capacidad de crear algo eterno de la dureza de la roca y la esperanza de la fe.
El altar, una piedra rústica no profanada por el cincel, es la culminación de la promesa divina: una fe pura, intocable, que brota de la tierra misma sin ser alterada por la mano del hombre.
Aquí, ante este bloque inmenso, se alza la Virgen del Rosario, San José y el Señor de los Guerreros, como testigos mudos de las súplicas y los agradecimientos de los mineros que alguna vez buscaron amparo en este santuario.
Una cadena gruesa cuelga en el portillo central del comulgatorio, vestigio de una calesa que alguna vez surcó los túneles oscuros de la mina “La Prieta”, recordando que, aunque el trabajo sea arduo, hay siempre un camino hacia la luz.
Tres puertas de encino marcan el ingreso a este templo que es más que un refugio espiritual; es un homenaje a la resistencia, al legado de un pueblo que ha aprendido a sacar lo mejor de la tierra y a rendir homenaje a lo que más vale en sus corazones.
Y sobre la puerta principal, el símbolo minero: pico, pala y cachumba. Aquí no hay distinción entre lo sagrado y lo terrenal; ambos mundos coexisten en perfecta armonía. Las piedras hablan, las cruces resplandecen, y el eco del pasado se escucha en cada rincón.
El Templo de Fátima es, en su esencia, una oración de piedra. Una oración lanzada al cielo desde lo más profundo de la tierra, una plegaria que habla de un pueblo, de sus luchas, de sus triunfos.