Empapado de historia y libertad: La mojada de mi vida en Parral

-Un recorrido por la ciudad histórica, donde la lluvia se convirtió en poesía y la libertad en cada

El pasado martes comenzó con la rutina habitual, sin presagios de lo extraordinario. Salí de la Casa Botello, a un costado de la plaza Juárez, sin más compañía que mi espíritu aventurero y un cielo que amenazaba lluvia.

Al carecer de mi automóvil, mi regreso a casa se convirtió en una travesía por las entrañas de Parral.

Las primeras gotas cayeron como susurros, despertando mis sentidos. Levanté las manos, permitiendo que la lluvia me acariciara. La ciudad, con su historia y monumentos, parecía cobrar vida bajo el manto acuoso.

Caminé, dejando que el agua impregnara mi ropa, cada gota era un verso líquido sobre mi piel.

El Puente Guanajuato, bajo la lluvia, adquiría una belleza melancólica. El cemento rojizo y el óxido del fierro se transformaban en poesía visual.

Al llegar al Palacio Alvarado, la majestuosidad del edificio me invitó a capturar su esencia, aunque el miedo a dañar mi celular limitaba mis intentos.

El agua aumentaba su intensidad, mi pelo, pegajoso por el gel, y el ardor en mis ojos, añadían un toque dramático a la escena. Pero seguí, determinado a vivir cada instante.

Pasé por el Templo de San Juan de Dios, la plaza Guillermo Baca, la Catedral y la Casa Stallforth, donde cada imagen capturada era un homenaje a mi querida ciudad bajo la lluvia.

Mis zapatos, convertidos en improvisados estanques, chapoteaban con cada paso. El agua fría recorría mis pies, un recordatorio constante de mi inmersión en este evento natural.

Vi cómo otros buscaban refugio, protegidos por paraguas o techos, mientras yo avanzaba, desafiando la tormenta.

Decidí que no evitaría más las corrientes de agua. Salté en los charcos, sintiéndome un niño en una danza de libertad. Pasé frente al restaurante Moreira, sin detenerme.

Mi celular capturaba momentos, aunque mi visión se nublaba cada vez más. En la Mercaderes, chorros de agua caían de los techos, y yo los atravesaba con una sonrisa.

Llegué a la plaza principal, bajo el techo de un puesto de boleado, admiré la belleza del centro histórico. La paletería La Michoacana, la antigua Presidencia Municipal, el templo San José y el teatro Alcázar, todo era un cuadro perfecto bajo la lluvia.

En el kiosco, más personas esperaban que la tormenta amainara, pero yo seguía adelante, empapado y feliz.

En el último tramo, dejé de tomar fotos. Quería saborear cada segundo de esa experiencia. Los edificios, la gente refugiada, todo era parte de una escena única. Quité mis lentes, miré al cielo y agradecí la bendición de la lluvia.

Finalmente, en la avenida Independencia, supe que mi viaje estaba a punto de llegar a su fin. Al llegar a casa dejé un rastro de agua hasta el baño, donde me desvestí y me bañé, sintiendo una profunda satisfacción.

Aquella tarde, la mojada de mi vida fue más que un simple aguacero. Fue una comunión con la naturaleza, una celebración de la libertad y un recordatorio de la belleza en lo cotidiano.

Tal vez no vuelva a repetirse, pero siempre atesoraré ese momento como uno de los más poéticos de mi vida.