La lenta agonía del templo de San Diego en Villa Escobedo, deterioro imparable 

-Resquebrajado por la historia, la capilla lucha contra el abandono y la desidia

La lluvia ha golpeado con furia las paredes del Templo de San Diego, como si el cielo quisiera desgarrar la última esperanza de una estructura que ya no recordaba su esplendor. 

Minas Nuevas, hoy Villa Escobedo, es un eco del pasado, un susurro que se desvanece con cada gota que cae sobre el tejado resquebrajado. 

El templo, nacido en el siglo XVII, con sus muros impregnados de historia, se erige como testigo mudo de siglos de bonanza y desolación. 

Hoy, sus heridas son visibles, profundas grietas que se extienden como raíces podridas, desgarrando el interior y el exterior de este monumento olvidado.

Hace apenas cuatro meses, las promesas de una restauración dieron un respiro a los habitantes de esta tierra minera, como un faro de esperanza en medio del abandono. 

Sin embargo, las recientes lluvias implacables han deshecho los esfuerzos humanos. Las vigas, que en su momento sostuvieron el peso de los rezos y los murmullos de una comunidad que vivía del oro y la plata, ahora son testigos del inminente colapso. 

Las filtraciones de agua invaden cada rincón, los aplanados que alguna vez cubrieron las paredes yacían ya desmoronados en el suelo. Enjarres caídos, como una piel que se descompone ante la indiferencia.

Adentro, los grafitis parecen burlarse del silencio sagrado, grabados por manos anónimas que dejaron sus marcas de amor profano y groserías que hieren la vista. 

El templo es ahora una pizarra de insolencias, una ruina que espera la muerte lenta, sin que nadie se haga cargo de sus últimos alientos.

Minas Nuevas, la cuna del oro y la plata, que en otros tiempos alimentó la ambición de los hombres, hoy es un fantasma. En el siglo XVII, cuando Diego Rodríguez descubrió su riqueza mineral, la vida floreció aquí como en ningún otro lugar. 

Pero las crisis globales, la avaricia, el descuido, fueron arrancándole esa vida, dejando en su lugar el esqueleto de lo que alguna vez fue un pueblo de prosperidad. 

Tres veces estuvo a punto de ser borrado del mapa, pero resurgió, como el ave fénix, siempre al borde del precipicio.

El templo de San Diego ha sobrevivido a la historia, a la negligencia, al abandono. En 2023, cuando una parte del techo se derrumbó tras las lluvias del año anterior, la comunidad volvió a sentir el golpe de la desidia. 

No era el clima, era el olvido lo que lo estaba matando. Aunque en 2013 comenzó una restauración que prometía devolverle la vida, el destino tenía otros planes. 

Cada intento de resurrección se topó con la indiferencia. En 2016, la obra quedó suspendida al 80%, y desde entonces, el lugar ha permanecido en esa agonía perpetua, una construcción que nunca llega a completarse.

Hoy, cuatro meses después de la más reciente intervención, el templo de San Diego se desmorona de nuevo. Las lluvias implacables de este año han sido el último clavo en el ataúd de un edificio que, aunque cargado de siglos de historia, parece no tener quien lo llore. 

Las ventanas, rotas por el viento y la indiferencia, son el símbolo de una comunidad que ha dejado de mirar hacia su pasado, hacia su esencia.

La pregunta resuena entre los lugareños: ¿quién se hará cargo de este templo, de este fragmento de historia? La capilla, uno de los edificios más antiguos y con más historia en Parral, es un testamento de resistencia, pero también un reflejo de la desidia colectiva. 

En cada grieta, en cada piedra caída, en cada mancha de humedad que avanza sobre las paredes, se lee una tragedia de abandono, una muerte lenta y cruel que parece inevitable.

El templo de San Diego, aunque herido, sigue de pie, como Minas Nuevas, como Villa Escobedo, como el alma de una comunidad minera que ha visto pasar las glorias y los fracasos, las lluvias y los años. 

Pero esta vez, el tiempo parece ganar la batalla. Mientras el pueblo observa, la capilla se va desmoronando, lenta pero inexorablemente, arrastrada por el peso de los siglos y el descuido de los hombres.

Y así, entre las sombras de un cielo plomizo, el templo de San Diego se desvanece, no solo como una estructura, sino como el reflejo de una comunidad que un día fue grande, y que ahora, al igual que su templo, lucha por no caer en el olvido.