Lo peculiar de un encuentro en la plaza Juárez… esa charla que se volvió incomprensible, intraducible para ambos

— Dejo que él manifieste su versión, lo que pensó de mí y mis palabras, aquello que no descifré en su momento

Por: Luis G. Prieto Ramírez

Miraba cómo el sol se perdía en el firmamento crepuscular de la tarde y observé que su reflejo jamás penetró en el material sólido de los edificios. Me recosté debajo del frescor de un árbol para descansar, porque debo reconocerlo, hoy no fue el mejor de los días… bueno, ni ayer, ni antier, ni hace tres jornadas completas. Quizá me siento así porque estoy envejeciendo y el calor lo percibo insoportable.

Dejé caer mi fatigado cuerpo en el césped cuyas delicadas hojas se fueron doblando a causa del peso que les deposité encima. Casi me duermo, sin embargo, la presencia de un joven que estaba tomando fotografías cerca de allí espantó mi reposo vespertino. Capturó en su teléfono la imagen del monumento a Benito Juárez y luego se sentó sobre una de las bancas de la plaza, muy cerca de mí, su presencia me incomodó porque portaba un trozo de tela azul a la mitad del rostro.

No pasaron ni sesenta segundos cuando se había percatado de mi presencia. Levanté mi cabeza y lo miré fijamente, intenté intimidarlo, pero no sé qué me ocurrió, mi instinto me obligó a caminar hacia él. Sé que lo asusté un poco a pesar de no poderle mirar el semblante entero, soy algo tosco, muchas personas me tienen miedo. A lo mejor por eso me ahuyentan. Miserables que son, ¿acaso por ser diferente a ellos creen que tienen el derecho de golpearme y de hacerme a un lado?

El joven con precaución estiró su mano e hizo como que me saludaba. Yo no pude responder a su cortesía porque mi naturaleza es empedernida, pertenezco a la calle y aquí ese tipo de modales no existen. Lo miré un poco más para asimilar su situación, pues no comprendí si padecía una especie de retraso debido a que me hablaba de una manera extraña, o a lo mejor era la tela la que le obstruía las palabras.

¡Qué monito bebé, qué chiquito corazón! Repitió más de una vez mientras acariciaba mi cabeza. Su lenguaje para mí era incomprensible, mas no puedo negar que me gustó cuando pasaba sus dedos entre mis orejas, justo en el lugar donde hace tiempo un salvaje clavó sus punzantes colmillos.

Me sentí tranquilo a su lado hasta que me hizo una pregunta, él quería saber si yo había probado bocado alguno durante las últimas horas. No lo entiendo, ¿no sabe que los perros no podemos hablar su idioma ni pronunciar palabras audibles para sus primitivos oídos? Creo que sí lo sabía, pero lo pasó de largo porque no tenía con quien charlar un poco, así que más obligado que por gusto tuve que escucharlo.

Batallé para prestarle atención porque su plática era demasiado aburrida para un animal como yo, pues me contó que cuando él era niño estuvo en la primaria que se encuentra cruzando la calle, no donde salían los uniformados presumidos que cada vez que podían me arrojaban una piedra o un pedazo de basura, sino de la otra escuela que está rumbo a la calle del río, la que se llama Leona Vicario.

Recuerdo que una vez entré ahí, hace mucho tiempo porque ya tiene rato sin abrir, creo que los niños se cansaron de estudiar o sus padres se convirtieron en unos desobligados. En fin, ese no es el punto, crucé la puerta principal y noté que tenía muchos patios por donde correr, también se escuchaba el ensordecedor grito de los infantes. Pobres maestros, no podían salir huyendo de ahí. Me llamaba la atención el aroma que reinaba en el sitio, una extraña combinación entre suavizante de telas con pegamento blanco y unos chetos con mucha salsa Valentina.

¡Qué tiempos aquellos! Hoy todo es muy distinto, desde que sale el sol hasta su cenit, la plaza Juárez agoniza en el silencio de una ausencia que se ha prolongado por meses, no sé qué le pasa a la humanidad que todo ha cambiado en ella. Hace poco que remodelaron este sitio y no he visto que la gente se acerque a disfrutar de la puesta del astro rey, así como lo hacía antes. ¿Será que no les gustó que cambiaran la estatua de Juárez y que colocaran en su sitio un quiosco? No me quiero imaginar qué pasará cuando retiren el monumento de Francisco Villa hacia uno de los cerros.

Digo al que está montado en su caballo, porque el otro pequeño, el que permanece sentado en una silla a un costado de su museo, ese ahí está bien. Cuando caen la noche y nadie me ve, me recuesto en su regazo. No me importa que sea de material sólido, a veces los animales también requerimos de compañía y de un cuerpo que nos brinde protección… como la que me está demandando este joven. Pobre, yo sé lo que se siente estar solo.

Si este sujeto pudiera comprenderme le diría que extraño muchas cosas de este Parral, que, aunque la plaza cambie, siempre hará falta el niño que me corretea entre los arbustos y que yo quiero morder porque me jaló la cola o la señora que me regala su elote caído en el piso mientras regaña a su esposo por haberlo tirado, o más aún, la pareja de adolescentes que no puede besarse porque estoy de inoportuno.

También le revelaría mi nombre, pero no tendría caso, las personas suelen llamarme como se les pega la gana: solovino, flaco, negro, chato… y hasta firulais. Carecen en lo absoluto de imaginación. A veces me compadezco de ellos porque yo mirando la realidad en dos colores tengo la capacidad de no darme por vencido. Muero de hambre, pero tampoco sé cómo decírselo y que me entienda en mi necesidad. Oculto muchas cosas en mi interior.

No sé en qué momento este joven cambió de tema y comenzó a hablar sobre la finca de los Arras, de la huerta de Botello, de Joaquín Domínguez, la intervención francesa y el segundo imperio en Parral, e incluso mencionó a las religiosas del Instituto Parralense. Lo que me preocupa es que no comente nada de la Revolución o de aquella esquina donde cada año matan al héroe, ya que por estos rumbos es lo único que se escucha.

Algo que me entristece o bien, que me alegra porque platica mucho, es que el joven se acaba de retirar dejándome ahora sí, solo para continuar con mi descanso a la vez que se oculta ese sol que ilumina el quiosco central de la plaza y cada piedra de su suelo, mientras el tiempo corre en esta ciudad de contrastes, de recuerdos inauditos, que a veces es injusta y que se la vive esperando tiempos mejores.